El presente escrito introductorio fue presentado en el café literario organizado por la UMCE, el día 28 de abril de 2016.
Ante todo, y
más que por el requerimiento de una
formalidad, quiero corresponder encarecidamente a la invitación que María Elena Arriagada y Roberto Aria del Departamento
de Educación Básica de la Universidad Metropolitana
de Ciencias de la Educación
me extendieron para estar aquí.
Mi agradecimiento es por un doble motivo: uno, por invitarme a participar de
este original café literario, en
lo que meramente protocolar, obedece en ocupar un lugar de discusión, y segundo –lo verdaderamente
importante– por posibilitar un espacio de debate crítico sobre un campo-problema tan
sensible, enmarañado y
oscurecido en la coyuntura del medio local, como lo es la ética. Concepto que, esperamos, en
esta sesión logre un
realce, una saturación por
presencia e incidencia. Y digamos más,
con un añadido especial:
sobre el ejercicio de lo cotidiano.
Mi
presentación no es más que la introducción a un problema con un carácter de ensayo, auto-expositivo, pero
conjeturo tendrá sus rendimientos
y solidaridades en una eventual investigación, mucho más
acuciosa, mucho más definitoria.
Empezaré con algo que María Elena me dijo al invitarme: el título –para el café literario– está en directa atención a la escena nacional, esto es, mordiendo
en la crisis política, el
deterioro de las instituciones públicas,
el sospechoso movimiento entre la política
y los negocios, el estado general de incertidumbre y recelo con las autoridades,
en fin, el descontento social. Y al reflexionar sobre esto, al sacar a luz los
hechos, y a contrapunto de lo que este café
literario propone, parecería
constatarse que ni lo político,
ni lo institucional, ni lo jurídico
está en una articulación de heteronomía con lo ético. La ética no tiene un desborde problemático o un repliegue como punto de
vista.
Qué duda cabe, que a día de hoy, se reflexiona fragmentariamente,
con una insistencia de mosaico, lo que a todas luces es un fenómeno social (multidimensional): así, los fiscales quieren esclarecer exclusivamente
el delito penal, conjurar como verdad el principio de legalidad; los políticos tácticamente salvaguardar su sitio como clase política, su plena representatividad (y bástese con escuchar a Hernán Larraín intentando con ahogo mortal conducir la discusión en Tolerancia Cero hacia lo
exclusivamente político); y la
sociedad, por su cuenta, gestiona el patíbulo
del juicio valórico, moral –en
el ya inconmovible lema “que se vayan todos”–. Pero la ética, tal parece, está desterrada como ejercicio
introspectivo y una lógica
examinadora de los actos. La ética
está en el territorio de lo
injustificado, en el lugar de la acusación
vana y la ornamentación
–consideren,
por puro ejemplo, la empuñadura
del concepto en las palabras de la Presidenta, en una suerte de mea culpa
anticipado–. Pero este fenómeno
de la eventual corrupción
de la clase política, que
causa escozor e indignación
a la vez (depende desde dónde
se situé cada quien),
no es lo nuclear que ha sido puesto en crisis, sino la puntada inicial de un
trasfondo que es transversal a todo hombre, y que se encuentra socavado por
fatiga: es el progresivo hundimiento de una concepción de Ser-humano.
Lo ético – en esa eticidad del espacio
cotidiano, de la acusación
pública y el debate comunitario–, me
parece, toma posición privilegiada
hoy en día: activa un
esbozo de programa reconstitutivo del Ser-humano. Según recuerdo, puedo no ser preciso en
la referencia, en Schiller ya asomaba un análisis contiguo: él
comparaba al hombre moderno con el hombre griego; y mientras éste último poseía
un conocimiento general, densificado y organizado de distintas disciplinas, en
el hombre moderno persiste la especialización del saber, un aferramiento a lo específico. Habría, pues, un hombre de una sola
dimensión. Visto desde
un punto de vista antropológico
–y digamos, ontológico si se
quiere- el ser-humano está
totalmente particionado: la dimensión
política, estética, religiosa, ética, etc., son dimensiones desvinculadas,
sin un programa cohesionador. A contrapelo, yo propondría un intento –capcioso, pero
voluntarioso– de ponderar esa unidad, precisamente, desde la ética. Entendámosla, por de pronto, bajo la
fisionomía de un campo reflexivo
de lo humano, de su proceder, su conducta y su proyección; como una instancia existencial con
asomo hacia una concepción
metafísica. Y como he sido invitado a
condición de poeta, sería bueno hablar de la ética en común con la poética, en el ejercicio de ser humano.
Pensar el
ser humano como el lugar de lo ético-poético, es atenazarlo en un modo de ser
singular, un ser de las decisiones, y en las que pueden procurarse en el ámbito de lo cotidiano, en la forma de
lo interpersonal –puesto que sólo
se decide en virtud de un otro–, como en lo introspectivo. Pero más aún, el fundamento de la decisión, es su reflejo como un sentido que
proyectamos a las cosas. Nuestra dimensión
ética surge cuando ofrecemos sentidos,
vigencias al mundo, esquemas referenciales: la cuestión de la ética, en virtud del sentido, se
densifica tres artistas: una semántica,
una existencial y otra metafísica,
de manera co-participativa. Eso nos define en la medida que como entes
buscadores de sentido. Pero tiene otro añadido:
buscamos pretendidamente una verdad que nos permita habitar de la mejor manera posible
el mundo, y esa manera es la de hacernos sentir partícipe como sujetos y como comunidad de
la realidad. Hay siempre una expectativa de hallar la mejor posibilidad de
mundo, hacerlo posible y prolongarlo. Lo poético y lo ético
son dos rutas de construcción
de lo real y de lo humano. Por tanto, son un actuar: contienen inquietud cardinal
y acción
contestataria. Es verdad: contrariamente, uno puede pensar que la ética es un cúmulo de tesis o enunciados que, con
un carácter de leyes
generales, determinan los modos del comportamiento moral, valórico, del hombre. Pero hoy en día, no parece ésta una definición, sino una restricción, una clausura.
La ética es un campo decididamente plástico, un lugar de constante problematización sobre la propia voluntad en relación al otro, sea éste el mundo, la comunidad, la
familia o el propio ser. Es una extensión,
un emplazamiento de la existencia del hombre hacia una metafísica del ser. De otra orilla, cabe suponer
una cierta adherencia de lo poético
a categorías sobre la
recepción, la
sensibilidad, o sobre lo que el mundo nos dona y acusamos recibo como
testimonio lingüístico y artístico. Creo que esto es también una notoria reducción. Lo poético es actividad configuradora. Es
apertura.
Una
unificación de estas dos
dimensiones bajo el prisma ontoantropológico,
sería interrogar lo siguiente: ¿hay una ética del poeta o el escritor? Y con
esto quiero decir: ¿es esto
simplemente el debate crítico-hermenéutico de una obra o de una poética? ¿Cabe pensarse el asunto de la ética como una heurística de la creación literaria? Más, acaso, en todos los casos
pareciese que estamos hablando siempre sobre el contenido empaquetado de una
novela, el sentido o mensaje último
de un poema: y es que la expectativa del lector hacia una suerte de ética del poeta, estriba meramente en
los rendimientos estilísticos
o semánticos de su motivación ideológica, su horizonte político o sobre su articulación con la coyuntura de la esfera social. Pero, y si antes
del contenido del texto, ¿hay
una ética sobre el propio lenguaje, y una
puesta en cuestión del acto de
la escritura en tanto que toma de posición
de la palabra? ¿Qué es una ética con el lenguaje y no con su
contenido?
Por de
pronto, asoma un esbozo: el escritor o poeta debe hacerse cargo de que se
escribe en tanto que un tiempo de escritura que le fue puesto en prenda. El
escritor se hace examinar por lo ético
cuando acusa conciencia al llamado del acto de escribir; y discute, conjetura,
discrepa, somete y enarbola los principios de esa invocación, en ese tiempo, y sobre la infinita
potencia de un sentido, que siempre está
disponible a una comunidad.
Para
terminar esta primera pincelada, y para aquellos, en fin, que estudian Pedagogía como un camino vital de realización personal, y que persisten en la
carrera docente como lugar de mirada del mundo, cabría preguntarse: ¿dónde se fundamenta vuestra ética? Si ya hablábamos
de lo poético como
proyección hacia una
idea del ser-humano, ¿es
legítimo decir lo mismo de lo pedagógico?
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