Esta es una
breve anécdota, digna
de las buenas causas, de la simbolización,
la programación, la
enarbolación y el efecto
dispersante de uno mismo. Para reticencia mía, soy el protagonista y la víctima con porfía.
La cosa va
así: celoso de mí, y atiborrado de personas en el
Metro a la hora punta, en que la cortesía
ciudadana y la buena distinción
del espacio personal, pasa a la irreconciliable familiaridad de respiraciones
al oído o a los brazos, y de falsas
tocaciones (por horrorosos accidentes de cálculo),
caché que cerca de mí, abordó el vagón
una joven muy apuesta. Ella era agradable en lo matérico y palpable en lo apacible –o al revés, como quiera–. Tal vez, y digo tal vez, mi visión inventariada de su ser se saturó al final, porque ella portaba unos
anteojos de sol redondos, así,
como se usaban en los años
60. Yo, hace muy poco, cambié
los míos por unos ópticos (fotocromáticos) del tipo “John Lennon”, que son poco comunes, hay que
decirlo, hoy en día. Pero, en fin,
la joven caleidoscópica –y añado, estudiante universitaria, probablemente– quedó echada a su suerte muy cerca de mí, a una distancia de no más de tres personas enrolladas,
empaquetadas o aconchadas.
Me quedé mirándola como un tierno imbécil. En el breve lapso de tiempo, desde que abordó el Metro, y a través de las estaciones siguientes, me la
pasé pensando en la potencia, de un
encuentro cordial, provocativo, y hasta, quizás, de sedimentos. Circulé en especulación,
desde un enfoque totalmente nihilista de la realidad, y de por qué mierda me la tuve que topar allí –ya saben, sobre eso de invocar una
lectura de la existencia como un puro revoltijo, y una insustancialidad congénita, y de cuchillos en las muñecas, etc., etc.–, a pedirle, por favor, a la mismísima Vida, que consienta que ella me
descubra con estos anteojos semejantes, y con ese gancho, ¡y qué gancho!, yo instalarme en una conversación (no me proyecté más, por lo que queda de mi repositorio de dignidad).
¿Y qué pasó? cuando declamaba mi solemne petitorio, casi en el
mismo santiamén, cada punto
se desabrochó y ejecutó, tal cual yo lo propuse, como por
voluntades implícitas: las
tres personas –intervenciones– a mi lado, se movieron hacia la
dirección correcta (la
puerta de salida del vagón),
y la Dulcinea se reacomodó
hacia mí, lo más cerca que pudo. Así fue, Hermano. Igual a un movimiento
tremendamente adelantado y déspota
del ajedrez, las piezas transitaron en una estrategia perfecta, inapelable,
dictatorial. La Vida me concedió
la oportunidad, el designio, de escribir el juego que ella juega para sí, de hacer la movida “de los lentes”, de dejar las concesiones y las
treguas del orden, por aquello desbocado.
Y, bueno,
hasta aquí la anécdota. Al final, no le dije ni una
palabra, y sublimado hacia dentro, y desesperado, estiré el momento hasta que se bajó en estación “Los héroes”. Yo me convertí,
como una triste moraleja, en un excelente condón de mí
mismo.