Poetas
muertos sobre las calles salen a despedirme entre carcajadas.
Soy otro el
que ahora soy.
Me escupen y
me gritan sus palabras; filosas miradas a mi corazón sobre un ventisquero,
a mi dolor
que versa y se renueva en una ciudad que no tiene fin.
Poetas
muertos son los que se llaman como yo,
y son los
que viven y muerden sigilosos el sonido de mi voz,
marchitándose con un profundo dolor.
¿Alguien
quiere, alguien, verme el alma?
Necesito
perderme un rato,
caminar solo
con el mundo, huir,
y abrazar
los términos enarbolados donde los sueños nacen del espíritu como si fueran uno.
Pero no les
bastará a ustedes,
los que me ojean con sus feroces dientes,
sepultarme
con falsas flores tejidas,
con cruces
investidas, para nacer otra vez, más
puro, más
transparente,
sino una
planicie en la máxima soledad
progenitora,
y allí perderme, y dulce y desnudo,
fundirme con
la espesura de la tierra como si se tratase
de un noble
párpado antiguo.
¿Ves
el sombrío humo que cruza mi cuerpo, tan
similar a un crepúsculo esclavo
y
sangrante?
Pasa la vida
sobre los tejados, retumbando el metal:
no quiero
que me recuerden
por mi voz
de tortuga,
ni por mi
rostro redondo que se cansa,
y que no
sepan que en el viento de la vida las manzanas caían
ahogadas
entre mis palabras,
cuando yo
las comía entre el
oscuro secreto del cosmos.
Déjenme con mi corazón que parte tras tus ojos,
volando,
sobre la
memoria de la noche.
En mis sueños hay un errante para mí y una poesía que te busca.
Hay un
camino con árboles que
ondulan
sus últimos frutos a través de un sol rojo.
Hay una
migración.
Hay un pájaro muerto.
Y húmeda y dilatada como la lluvia,
allí tú estás
viviendo y esperando, mujer, en el transcurso de las hojas,
y yo te
escucho y voy a tu espera, para vivir cantando como canta un pájaro mudo.
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