Suprimido
ser,
distante,
similares a
los ladridos ásperos y
averiados de un perro antes de morir, tristemente transparentes,
inconstante,
como una
carne deshecha por la luz, o por arañas
sin ningún encanto o
como uvas mordidas por el sexo,
sediento
ser,
cobarde,
doliente, como una higuera concibiendo a gritos el invierno;
nadie sabe
quién eres,
y caes,
y ruedas
junto a mi nombre sin poder definirlo, recopilando el amor sin tocarlo,
infructuosamente,
como no se
logra precisar el espanto y los mataderos de cisnes.
Lleno de
dientes oscuros, de seducción
infecunda,
de zorzales
varados,
tulipanes
calientes,
cruzas el
alma de un socavón, y partes en
úteros las flores,
y eres la
distancia del mundo.
Abandonado,
te pareces a una simple calle ciega, débil,
y correteas con tus párpados
sus cenizas,
abandonado,
juegas a no
ser nada,
extenuado de
trajes sin medida, y joyas a lo alto de las iglesias,
el sexo que
se abre sin piernas, flotando,
desintegrándose
con orgasmos
de ángeles descoloridos, consumiéndose igual un arcoíris en un rincón
roto,
y las
primeras raíces que
amanecen en las abejas, después
de una noche redonda,
anudan las
arboledas secas,
y te pareces
a esa preciosa imagen del mundo, al polen grueso de mis pensamientos,
a la
claridad de las piedras,
a la sangre
de las hojas.
Muslos con
actitud de tijeras cortan la aurora:
otro amor,
una cama
diferente,
y la noche
se desangra desde dentro.
Secreto y
herido, recalcitrante, dulce, se ahoga el tiempo con la historia,
y se
deshacen los castillos en el cuello de las copas
que reducen
tu ser a un puro y amargo movimiento de otoño en el vino.
Aves
nocturnas se escuchan llorar,
a lo lejos,
traicionando
sus propias creencias.
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