domingo, 4 de enero de 2015

Fatamorgana. (El hombre horadado, Editorial Rove, 2013)



Suprimido ser,
distante,
similares a los ladridos ásperos y averiados de un perro antes de morir, tristemente transparentes,
inconstante,
como una carne deshecha por la luz, o por arañas sin ningún encanto o como uvas mordidas por el sexo,
sediento ser,
cobarde, doliente, como una higuera concibiendo a gritos el invierno;
nadie sabe quién eres,
y caes,
y ruedas junto a mi nombre sin poder definirlo, recopilando el amor sin tocarlo,
infructuosamente,
como no se logra precisar el espanto y los mataderos de cisnes.
Lleno de dientes oscuros, de seducción infecunda,
de zorzales varados,
tulipanes
calientes,
cruzas el alma de un socavón, y partes en úteros las flores,
y eres la distancia del mundo.
Abandonado, te pareces a una simple calle ciega, débil, y correteas con tus párpados sus cenizas,
abandonado,
juegas a no ser nada,
extenuado de trajes sin medida, y joyas a lo alto de las iglesias,
el sexo que se abre sin piernas, flotando,
desintegrándose
con orgasmos de ángeles descoloridos, consumiéndose igual un arcoíris en un rincón
roto,
y las primeras raíces que amanecen en las abejas, después de una noche redonda,
anudan las arboledas secas,
y te pareces a esa preciosa imagen del mundo, al polen grueso de mis pensamientos,
a la claridad de las piedras,
a la sangre de las hojas.

Muslos con actitud de tijeras cortan la aurora:
otro amor,
una cama diferente,
y la noche se desangra desde dentro.
Secreto y herido, recalcitrante, dulce, se ahoga el tiempo con la historia,
y se deshacen los castillos en el cuello de las copas
que reducen tu ser a un puro y amargo movimiento de otoño en el vino.

Aves nocturnas se escuchan llorar,
a lo lejos,
traicionando sus propias creencias.

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