Un viento de pulmones incoloros asola las hojas más allá del horizonte
y
como brújulas sin
remedio, transitan entre desolaciones sin casa.
Largas
tardes de iglesias marchitas me sobreviven como a una existencia arrancada de sí,
y
en cada rostro oscureciéndose
sin fin, desde dentro un grito sobresale,
excedido
por todos lados de narcisos cubiertos de sangre,
espejos
amarillos que nadie puede sostener.
A
un sol que está de luto,
conservo ojos de exterminio,
un
retrato que va andando entre lámparas
por
callejones aullantes de una madera podrida,
letreros
profanados de cuerpos vencidos
por
la furia, el lodo, el semen profundo de una amapola sin vida,
o
unas golondrinas sin alas, que vuelan como ángeles difuntos,
o
como una hebra entre la soledad,
que
de cierta ternura, cierto modo de sufrir,
es
una presencia hasta el fondo
y
esculpe en su torso los funerales y canciones de toda la extensión que brotan sobre este mundo.
Al
golpe de una gota, a la luz de una estrella,
bebo
para mí, por mí,
solo,
moviéndome a penas, fatigado,
mientras
que a mis espaldas un riachuelo ahoga mi sombra
con
un vino de cuyas botellas una tristeza sorda muerde y mosquitos
ya
sin vuelo,
y
ciertas cosas también que un vagón detenido le roba a la noche.
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